Ayer, 23 de octubre, Charly García celebró un nuevo cumpleaños. Figura esencial del rock argentino y latinoamericano, su vida trazó un puente entre la formación clásica y la irreverencia del escenario. En cada nota persiste un gesto de libertad, un desafío a toda norma y una búsqueda incesante de belleza.
Charly García aprendió a leer partituras antes que palabras. Su madre, profesora de música, descubrió pronto que aquel niño tenía oído absoluto. A los cinco años ingresó al Conservatorio Thibaud Piazzini de Buenos Aires, donde la música clásica fue su primer lenguaje: Bach, Chopin y Mozart eran parte de su infancia. Pero en los bordes de ese orden perfecto empezaba a latir una inquietud distinta, una rebeldía que más tarde se llamaría rock.
Desde los años setenta, su historia acompaña la del país y la de toda una generación. Con Sui Generis, junto a Nito Mestre, puso palabras a la adolescencia, la censura y el desencanto. Con La Máquina de Hacer Pájaros exploró la complejidad sonora y las estructuras progresivas. Y con Seru Girán, alcanzó una síntesis magistral entre la sofisticación musical y la ironía poética.
Su carrera solista, iniciada con Yendo de la cama al living, marcó el comienzo de un universo propio: experimental, introspectivo y provocador. Cada disco —Piano Bar, Parte de la religión, Say No More, Random— retrata una etapa de su vida y del país, con la honestidad brutal de quien se entrega por completo a su arte.
En Charly conviven la ternura y el desborde, la caída y el resplandor. Su voz quebrada, su figura imprevisible, su capacidad para convertir el dolor en melodía lo transformaron en símbolo de libertad y sensibilidad.
Hoy, a sus 74 años, su legado sigue vibrando. No hay tiempo ni moda que lo contenga: su música continúa interrogando al mundo, con la misma fuerza de aquel joven que un día decidió desafinar, pero jamás callar.
