Lérida Mariana Rosano tiene 44 años. Consultada sobre cómo se define, responde con una sonrisa: “no tengo ni idea”. Yo creo que sí, que quizá lo que no pueda es poner en palabras la percepción que tiene de sí misma. Por eso lo hago yo: es una mujer trabajadora, sencilla, franca, segura de sí, autosuficiente y con muy claro lo que quiere y cómo lo quiere.
Por Anabela Prieto Zarza
Es mamá de cuatro hijos: Gabriel, de 27; Sol, de 24; Sofía, de 16; y la pequeña Mariana, de 10, a quien describe como su vivo retrato: en la piel, en la cara, en los gestos, en todo.
Creció en una familia numerosa: siete hermanos en total, seis de sangre y la más chica, adoptada, a quien en realidad crió como a una hija. Quedó huérfana muy joven, apenas a veinte días de cumplir quince años. De su infancia prefiere no hablar demasiado, porque —como dice— “hubo de todo” y ella es de mirar hacia adelante.
Fue alumna de la Escuela Nº 9, la misma donde asistieron también sus hijos y a la que aún concurre la más chica. Mariana la recuerda con cariño: ama esa escuela de barrio, de la que han salido profesionales de todo tipo, porque allí no importan las carencias, sino el empeño.
Cursó primer año de liceo en el Rubino. Mientras tanto, su hermana mayor estudiaba cuarto en la UTU. Pero el cáncer de su madre, que se la llevó en apenas tres años, cambió la vida de todas. Las dos hermanas se turnaban: una de lunes a viernes en Montevideo, acompañando y cuidando a Estela; la otra, en Durazno, al frente de los hermanos más chicos. El primer año fue llevadero, pero el tercero resultó duro, con la madre ya necesitando dedicación total.
Cuando adoptó a aquella hermanita menor, Estela pensó que quizás Dios se apiadaría y le daría más tiempo de vida. No fue así: la niña tenía apenas tres años cuando su madre falleció. Fueron las hermanas quienes la criaron, y Mariana se convirtió para ella en un verdadero referente.
En esa época, cada peso era vital. Para poder cobrar asignación familiar, consiguió una beca en el Taller de Artes Plásticas, donde aprendió a hilar. Iba de noche, aunque nunca aplicó ese oficio. Siempre vivió en el barrio El Cementerio, donde sigue hasta hoy. Asegura que es un lugar tranquilo, donde todos se conocen: “allí criamos a nuestros hijos, no hay problemas de ningún tipo”.
Sus primeros trabajos, aún menor de edad, fueron en plantaciones, en cultivo de tomates, como niñera. Cumplidos los 18, ingresó a la industria frigorífica. Un mundo aparte —dice—, del que aprendió mucho, sobre todo de la gente, de los compañeros y de la forma en que se apoyaban unos a otros. Allí trabajó casi veinte años, y todavía conserva amistades de aquella etapa.
Un accidente marcó un giro: se rompió los ligamentos de la rodilla en una caída. El diagnóstico demoró y finalmente debieron operarla, colocándole dos tornillos. La recuperación fue larga. La incertidumbre sobre cómo mantener a sus hijas pequeñas le provocó ansiedad y ataques de pánico. Consultó a un psiquiatra, quien le indicó medicación, pero ella decidió salir adelante sin pastillas.
Recordó lo que sabía hacer de chica y empezó a trabajar por cuenta propia: cortar leña, vender acacia de los montes y preparar tierra abonada. Con el tiempo se fue armando de una clientela fiel. La tierra la obtiene de un lugar que antes fue un basurero; la limpia, le agrega cáscara de arroz conseguida en los stud, la enriquece y la envasa para la venta. Hoy incluso le dio esa changa de preparación a una persona que atraviesa dificultades económicas: ella solo se encarga de la comercialización.
Como la leña es un trabajo zafral de invierno, complementa con cortes de pasto. Tiene dos bordeadoras y clientes fijos durante todo el año, tanto particulares como instituciones públicas y privadas. Cuenta con orgullo que es monotributista.
Su empresa unipersonal nació gracias al apoyo del MIDES, que le permitió facturar y contratar. El primer año pagaba $600 al BPS, el segundo $1.200, y ahora, en el tercero, pasa al monotributo común de unos $2.800 mensuales. Esa bonificación inicial le dio aire para afianzarse, y valora mucho estar generando aportes jubilatorios.
Mariana es una mujer práctica, con una filosofía de vida clara: no le gusta pedir ayuda. Considera que ese es uno de los grandes problemas de la sociedad: “no debería ser necesario preguntarle a alguien que está pasando un mal momento si necesita algo, hay que ir y darle nomás”.
Con su hermano y un grupo de amigos integra la aparcería “Los Gauchos de Rebollo”. Cuando hay desfiles se juntan unas veinte personas y visten uniforme. Ella se encarga de conseguir camisas en el trueque, ponerlas a punto y prestarlas junto con chalecos a quienes quieran desfilar, aunque no pertenezcan al grupo. También comparten caballos y recados. Saben que nunca ganarán premios porque son un rejunte, pero lo que los motiva es la amistad, el guiso compartido, el amor por el campo y los caballos. En el Festival acampan desde el jueves y se vuelven el lunes, “porque nos echan”, dice riendo.
No se considera ambiciosa ni tiene grandes sueños pendientes. Lo que anhela es que sus hijos trabajen, estudien y hagan sus vidas de la mejor manera. Los crio sola, sin precisar de nadie. Los dos mayores ya tienen buenos trabajos; las más chicas estudian. Con eso le alcanza. No le atraen los shoppings ni las grandes ciudades: le gusta el campo.
—¿Sos feliz? —le pregunto. —Sí —responde con seguridad.
No es de dar consejos, pero su vida demuestra que una mujer puede trabajar, criar a su familia, vivir, disfrutar de lo que le gusta y ser feliz, sin necesitar de una pareja. Porque las mujeres, como Mariana, pueden solas.
