Elena, una mujer hábil, completa y capaz

Elena Giovanni Mariños Martínez, de 52 años, se define como una mujer hábil, completa y capaz. Me sorprende y me acota: “Soy terraza, sótano jamás, porque me ha tocado vivir de todo”.

Por Anabela Prieto Zarza

Esta mujer, madre de tres hermosos hijos —María Emilia, Ana Carolina y José Pedro—, es hija de Juan Carlos y Olga, un matrimonio humilde y trabajador. Concurrió al Colegio Virgen Niña en Sarandí del Yi, donde su madre era cocinera, mientras que el padre tenía un comercio. La familia se fue a trabajar al Frigorífico Modelo. Ella y sus dos hermanos, Carlos y Sandra, trabajaban a la par de sus padres: se levantaban entre la 1 y las 3 de la mañana a lavar ubres y ordeñar, ayudaban en la chacra, por lo que recibían el pago de una sierra de zapallos o boniatos, cuyo producido de la venta era para ellos. Iban a la escuela a pie, a caballo o, a veces, en el carro con el padre cuando llevaba la leche al Modelo. Después vinieron sus otras dos hermanas, Solange y Viviana.

Fueron felices. Desayunaban o merendaban lo que había: leche con boniatos, mazamorra; nunca faltó la comida y todo lo hacían con voluntad y gusto. Agradece a sus padres que le enseñaron a trabajar y a ser constante.

La maestra de 6º año le escribió en la carpeta de fin de cursos: “Con tu personalidad llegarás muy lejos”, y no se equivocó. Siempre fue una niña rebelde, contestataria, muy inteligente y aplicada en los estudios.

La secundaria la cursó como pupila en el Colegio Virgen Niña, hasta tercero de liceo. Un ingeniero del tambo le comentó que en Montevideo una señora quería una chiquilina de compañía y se hacía cargo de pagarle los estudios. Los padres no la dejaron, perdió la oportunidad y, con ella, el gusto por el estudio.

En cuarto año de liceo se fue a vivir con la abuela, con una rebeldía imponente. Sus padres también dijeron que no a un joven del que estaba enamorada y que había ido a pedir permiso para noviar con ella. La rebeldía aumentó. La solución: irse de la casa. Se casó a los 16 años con el padre de sus dos hijas.

Él era alambrador y hacía tajamares para Francisco Dotti. Ella, sin trabajo, le preguntó a su esposo: “¿Cuánto me pagas por pozo?” (se refiere al pozo de cada poste). La respuesta fue: “10 pesos”. El primer día casi se arranca una mano, pero aprendió. En una oportunidad, mano a mano, hicieron 2000 metros de alambrado. Terminó sabiendo de todo: hacía pozos, atillaba, pasaba alambre, todo.

A los tres años de casada llegó María Emilia. Estaban de caseros en un puesto y le pusieron peros para llevar a la niña al médico. Allí se terminó el vínculo laboral. La rebeldía seguía intacta.

Se fueron a trabajar con Jaime Mackinon, en Ruta 6, ella sin sueldo. A su esposo lo dejaban salir a trabajar con la máquina esquiladora siempre y cuando consiguiera quien lo supliera. De nuevo, la pregunta: “¿Puedo quedarme yo de casera?”. Mackinon aceptó. En un temporal, de madrugada, con su perra —que era tremenda trabajadora— salvaron 70 capones recién esquilados. Tenía 22 años.

Buscando oportunidades, le pidió a su abuela que le enseñara a hilar. Aidé, la señora de Mackinon, le regaló vellones. Trabajó muchísimo para ellos: les vendía mantas, jergones y ponchos.

Ese establecimiento se vendió y se fueron a trabajar a Chileno con el Dr. Betizagasti, los dos como empleados. Allí nació Carolina. Estuvieron un tiempo y luego pasaron a trabajar con Alfredo Baldomir (hijo del expresidente de la República). Su esposo tenía sueldo y ella no. Otra vez buscando oportunidades, empezó a ordeñar y a hacer quesos; con el suero criaba chanchos. Los quesos los vendía en Blanquillo: “Me los sacaban de las manos”, cuenta. También atendía a los patrones cuando venían. La mayor de sus hijas estaba pupila en el Colegio del Carmen porque a la escuela rural de la zona (la Nº 48) no siempre se podía llegar por la crecida de un arroyo.

Comenzaron los cuestionamientos sobre el futuro, propio y de sus hijas. Sentía que tiraba sola y se fue, divorcio de por medio.

En Sarandí del Yi, una señora conocida como la “Yuya”, que tenía una empresa de ómnibus, le comentó que José Rodríguez —que tenía campo cerca de donde habían trabajado— quería hablar con ella, y la arrimó. Pensó que era para ofrecerle trabajo.

El planteo no fue laboral: admirado por su capacidad de trabajo, el Sr. Rodríguez, posteriormente su compañero de vida y padre de su hijo varón, le confesó que estaba enamorado y quería iniciar una relación. Elena fue sincera: le explicó que no lo quería, que él estaba acostumbrado a estar solo, que ella tenía dos hijas y que él era 30 años mayor. “No va a funcionar la cosa”. Él aceptó todos los cuestionamientos e insistió: quería ser un padre para esas niñas y darles una oportunidad de realizarse, estudiar y tener un buen pasar. No estaba enamorada, pero ese hombre le ofrecía y merecía respeto.

Así fue. Convivieron y llegó José Pedro, hijo de ambos, amado y consentido por su padre. Elena hizo diferentes cursos: personal training, peluquería. Se instaló como peluquera en Blanquillo, pero José no quería que trabajara. Comenzaron las diferencias sobre la educación de los hijos y los celos. Cuando había problemas, como penitencia, los mandaba a un campo que quedaba a 2 km del pueblo. Ella iba y venía caminando para poder trabajar en su peluquería, porque no tenía vehículo.

Entonces, en una especie de separación de bienes, él le dio una camioneta y un capital “con el que debía arreglarse de aquí en más”. Se fijó una pensión alimenticia, vía judicial, para José Pedro, que tenía 8 o 9 años, pero continuaban viviendo en la misma casa. Todo era “casi que normal”.

La situación se hizo insostenible y llegó el momento de irse. Su hija mayor fue diagnosticada con retinitis pigmentaria (que provoca disminución de la visión de forma progresiva y puede llegar a la ceguera total). Posteriormente, su segunda hija también fue diagnosticada con dicha enfermedad. La rebeldía ahora era contra la vida. Preguntas sin respuestas: “¿Por qué a mí?”. Para evitar una convivencia insana se mudaron a dos cuadras de la casa donde vivían. Compró un taxi, vendió la camioneta con apenas 14.000 km, compró otra, buscó una casa y armó una empresa fúnebre: “Empresa Mariños”

Esa es la Elena que conocemos hoy: una empresaria exitosa, decidida, producto de sus vivencias. Lleva 12 años ofreciendo un servicio de excelente calidad. Los familiares que contratan sus servicios, en momentos tan sensibles, saben que pueden contar con ella, y lo único que ha recibido son palabras de agradecimiento. Ella y sus dos hijos, Carolina y José Pedro, se encargan personalmente de todo: limpian la sala, preparan al extinto (lo limpian, peinan y maquillan), van a buscar los ataúdes cuidando que no se rayen, están en todos los detalles. Ha financiado servicios muy costosos para que la gente pueda darle al ser querido la despedida que desee. Nadie le ha quedado debiendo un peso. En todo momento manifiesta su vocación de servicio: es contención para las familias, que agradecen el trato profesional y humano que reciben. Ese agradecimiento es recíproco.

Hoy tiene una excelente relación con su exesposo. Han realizado viajes juntos, son padres para sus hijos. Él tiene 82 años y Elena siente que debe cuidarlo y ser su compañera: al fin y al cabo, cuando ella andaba rompiéndose el alma, él fue quien le dio una oportunidad. Llevan una vida de amigos, compañeros y compinches, pero cada uno en su casa.

Corre raid —el de 90 km—. Le apasiona la adrenalina que le genera y lo vive como un desenchufe de lo fúnebre. También le gusta hacer zumba, ir al gimnasio y bailar. No le gustan los lujos, pero anda siempre impecable, sin descuidar ningún detalle ni en su ropa ni en su maquillaje. Fue Señora de las 4 Décadas en 2014. Tiene un caniche que la adoptó a ella, al que llamó Talita porque lo trajo de un raid en Tala.

Actualmente trabaja para concretar la apertura de una sucursal en Sarandí del Yi —ya tiene el terreno—, que quedará a cargo de sus hijos. “He cumplido casi todos mis sueños. Ya voy a parar”, dice. No le creo.

La única forma de cumplir los sueños es buscar oportunidades, siempre: ser constante y hacer.