«El cheesecake que cambió su destino»

Malvina Celaya de los Santos, de 46 años recién cumplidos, es enfermera, adiestrada en instrumentación quirúrgica, pastelera y cocinera profesional. Fotógrafa aficionada, viajera incansable y, sobre todo, una mujer en constante evolución. Intrépida, audaz, determinada y con una autoestima firme. No compite con nadie, ni en lo personal ni en lo profesional, sólo consigo misma.

Por Anabela Prieto Zarza

Oriunda de Paso de los Toros, es hija de Julio César (fallecido) y Denis, y la menor de tres hermanas: Yaqueline, la mayor, y Leticia, la del medio. Su infancia transcurrió en su ciudad natal. Asistió a la escuela N.º 143, casi pegada a su casa, y allí también cursó el liceo. Desde los cinco años, su destino comenzaba a vincularse con Durazno, a donde viajaba los fines de semana con su hermana mayor y su cuñado, funcionario de UTE. Recuerda especialmente una placita que hoy cree reconocer como la actual Plaza Sainz. Hoy, vive cerca de ella.

Su primer trabajo fue en el Peaje de Paso de los Toros, pero pronto le ofrecieron ir al nuevo Peaje de la Ruta 1. Vivía en Montevideo y viajaba diariamente. Ya siendo auxiliar de enfermería, fue convocada para trabajar como azafata en la empresa Nossar. Se radicó en Durazno y decidió retomar estudios pendientes: completó 5.º y 6.º de liceo en modalidad libre. Estudiaba en el ómnibus y, como física y química le costaban, iba a clases particulares. Recuerda con especial cariño a la profesora Iris Rodríguez, un pilar fundamental, que la apoyaba y le daba clases a altas horas de la noche. Hasta hoy mantienen contacto.

Tiempo después ingresó a CAMEDUR como auxiliar de enfermería. Pero el deseo de crecer seguía latiendo: estudió instrumentación quirúrgica y comenzó a desempeñarse como instrumentista, también en Trinidad, Flores.

En una celebración con compañeros de trabajo en CAMEDUR, llevó un cheesecake casero. Los deslumbró. Comenzaron los pedidos, el boca a boca, los servicios de fiesta, postres, tortas… No paraba. Aprendía mirando programas argentinos de cocina y pastelería. Descubrió así su verdadera pasión: la pastelería. Fue un flechazo. Y comenzó a soñar.

Cada viaje internacional se convertía en una excusa para traer recuerdos muy particulares: tazas, copas, cucharas, cuadros, cartelitos. Elementos que alguna vez decorarían su pastelería soñada. Y así fue.

Una publicidad del BBVA, que mostraba a una emprendedora saliendo de un pequeño local y poniendo unas mesitas en la vereda, fue el empujón visual que necesitaba: no se precisa más que eso, se repetía.

Pero improvisar no estaba en sus planes. Se inscribió en el Instituto Gastronómico Gato Dumas y cursó dos carreras: cocina y pastelería. El profesor Marcelo Arambilletty fue determinante en su camino. El día del examen final le dijo: “Sacá tus miedos afuera, porque vos sabés que podés lograr lo que quieras”. Y le hizo caso.

En setiembre de 2024, renunció a CAMEDUR. Siguió trabajando en Trinidad, pero el 14 de setiembre abrió las puertas de Malvina Celaya Pastelería y Café, en la calle Penza, entre Rivera y 18 de Julio. Y como no podía ser de otra manera, su producto estrella fue el cheesecake.

No faltaron los “buenos consejeros” que intentaron advertirle sobre el riesgo: que dejaba un trabajo seguro, que ya había muchas confiterías, que en Durazno la gente no salía a tomar té o café. No escuchó a nadie. Y no se arrepiente. Fue la mejor decisión que pudo haber tomado. Hoy el local le queda chico. Y ella, claro, sólo piensa en seguir creciendo.

Su obsesión por la calidad es su marca registrada. Trabaja con insumos de primer nivel, elabora diariamente y cuida cada detalle. Tiene un vínculo excelente con sus clientes. Escucha, atiende y aprende de ellos. Incluso conserva clientela fiel de Paso de los Toros, que visita su local cada vez que pasa por Durazno.

Su hambre de perfeccionamiento no cesa. Hace unos días participó en una Convención de Pastelería (panaderos y pasteleros), sólo por el placer de conocer personalmente a Osvaldo Gross, el reconocido pastelero argentino. También se capacita en cocina saludable, mariscos y toda disciplina que pueda enriquecer su perfil profesional.

En su tiempo libre, además de viajar, disfruta fotografiar aves. La relaja, la conecta. Luego investiga sobre ellas. Quizás no sea casual: volar alto es una constante en su vida.

Y todavía tiene sueños por cumplir. Se ríe y me confiesa: “Es una locura, una tremenda locura. El año pasado estuve 20 días en Madrid recorriendo pastelerías… Descubrí que es allá donde quiero estar. En Madrid tendré mi pastelería”.

Agosto es especial para ella. Sobre todo el día 5. Ese día recibió su título de pastelera, pero también conmemora el aniversario del fallecimiento de su papá. Sabía que él estaba con ella, acompañándola espiritualmente. Durante los dos años que duró el curso, no faltó a ninguna clase. Viajaba sola, incluso con temporales de lluvia y granizo. En una ocasión, pese a la suspensión de clases, ella ya estaba en camino: “Voy por Florida”, avisó. Le dieron clase sólo a ella. Se lo había ganado.

La Malvina que ingresó al instituto no fue la misma que salió. Cuando le dijeron “bienvenida, colega”, lloró de emoción. Su madre —compinche incondicional— estaba ahí, como siempre. Vive en Paso de los Toros, pero siempre está cerca, acompañándola, ayudándola.

Para Malvina, la clave está en dejar de escuchar las malas vibras, perder el miedo, arriesgar más y hacer, sin dudas, lo que verdaderamente te apasiona.